Ponme un té, por favor.

Quizás nada nos pertenece, al fin y al cabo, excepto esos dolores a los que nos hicimos adictos. Porque criados en sudor, golpes, gritos, sangres, no podemos oler otra cosa. O porque lo otro nos huele a extraño, como a «traído de afuera».
Yo siempre soñé con salir, pero soñé con salir ilesa. Y no se sale ileso, porque se nace ya roto. Nada está intacto en una isla hecha a sudor, golpes, gritos, sangres.
No le tengo miedo a mi adicción, porque la nombro y la veo, la beso incluso. Temor daría si renegase de ella. Es justo aquello de lo que renegamos lo que más fuerza tiene para abrazarnos con un ramo de flores y explotar con nosotros. Un matadero es un matadero sólo si huele a terror. Si vas de frente y sabiendo la muerte, oliéndola y riendo, no es más que un Martes.
Soy resultado y esclava de mis circunstancias, de mis caricaturas; de las algas marinas que me amarraron los pies y las manos para que me sodomizara una isla esquizoide, una isla estirada hacia los lados como una disfunción visual, como si se fuese a desaparecer. De alguna manera también a nosotros nos estiraron así, como tirados por dos caballos en direcciones contrarias. Pero el centro resiste, y siempre hay un caballo que tira más–o uno que se aburre de todo y se sienta a entonar, con tristeza y heroísmo de voz razgada, las notas del himno nacional. Hacia algún lado vamos a parar, y es siempre el lado donde no sabemos estar.
En realidad yo no sé estar en ningún sitio. No me enseñaron. Aprendí a leer, a escribir, a conducirme como una burguesita de Miramar o como una consortica del Canal del Cerro, pero no sé estar en ningún lado. Siempre sobro, o falto. Falto incluso cuando estoy.
Obedezco a dolores y necesidades que prometí, con la certeza con la que se promete a los 20 años, que borraría de mi vida. Y no se dejaron borrar. Aunque, como todo, tienen su trámite, no se trata tampoco de que dirijan mi país, mis tierras. Son dolores y necesidades ordenados, sacan turno para verme, se sientan y cruzan las piernas, descansan las manos sobre los muslos, no gritan ni amenazan. Son inconvenientes, y esclavizan por unos días, pero no dominan todo a su paso. Bajo la manga llevo siempre mi carta de liberta, emancipada, y si me agarran un día con la leche cortada, les saco el machete y les cierro el paso.
Cuba, para ciertas criaturas emigradas, puede ser como esa pantrista de empresa estatal que ostenta un poder alucinógeno, psicodélico. Que con el acto de negarte el café es como si te negara la vida en una pelea de gladiadores, desde la silla imperial. Si eres sabia, entiendes que en realidad su poder no tiene fundamento en condiciones de normalidad, que depende completamente de tu participación, de tu necesidad por el café allí, de su mano, con chícharo. Cuando decidas tomar té en la terraza de tu casa, ese poder se esfuma.
Uno tiene entonces, de vez en cuando, en ciertos momentos de lucidez, que recordarle a Cuba que no estamos en el pantry, y que se puede meter el café por el culo. Llevarse la taza de té a los labios es, en ese momento, el más alto gesto de rebeldía.

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