De ecos y derrumbes. Y de vivir entre buenos.

Uno dejó—y da lo mismo dónde lo dejó, si en el otro lado de la emigración, o al final de la secundaria, o en el patio de una casa a la que ya no regresa—cosas y gentes que, en un punto determinado del cordel que es la vida, nos fueron imprescindibles.

Quizás es porque uno vive con más intensidad de la normal. Quizás es porque uno tiene ese trastorno que hace las cosas urgentes, exageradas, que hace que se pueda amar a un extraño a sólo 24 horas de tocarle. O quizás es el país dónde uno creció, tan al borde del final siempre, que nos apretujaba a todos en el mismo vagón apagado de un tren, y nos enseñó a eso, justo, a vivir y amar con urgencia.

Da igual por qué es así, lo que cuenta es que las gentes y las cosas que quedaron atrás, también fueron vitales, como un órgano, como el oxígeno; también parecieron eternas, es más, hubiésemos jurado que no se iban a quedar atrás nunca.

A miles de kilómetros, o lo que es aún más lejos, más de diez años, cuando una de esas gentes se muere, uno siente el tirón como si fuera un eco. Y puede que no se sepa bien por qué, o que incluso quede incómoda esta tristeza, este llanto tan extraño, este revisar viejas fotos y desempolvar recuerdos, pero está ahí el dolor. ¿De qué coño está hecho uno, que puede sufrir así, tanto, con un eco? ¿Qué es exactamente lo que se derrumba?

Uno construyó una vida lejos, en kilómetros y años, de todo eso a lo que nos habíamos jurado, de todo eso que se nos prometió eterno. Y la posibilidad, la realidad de tener esta vida, sin aquello, sin aquellos, desfigura algo que no queremos ver a la cara: estamos, en esencia, siempre solos. Hay muy poco de eterno en esta vida.

La mala costumbre de querer preservar el pasado, como si todo lo que nos pasó en la vida fuese patrimonio de la humanidad, como si habernos ido de allí fuese una traición más alta que una palma, tiene el problema de que al final, pedazo a pedazo, todo se derrumba. Uno apuntala, repella, invierte en insistir, insiste en preservar, y todo eso, y al final, se va a derrumbar.

Todo esto, también, no es más que mi incapacidad para lidiar con la muerte de alguien que fue imprescindible, por un espacio limitado de tiempo, en la secundaria y el preuniversitario. Todo esto, también, no es más que mi terror a no poder arrepentirme ya da no haber hablado antes, de no haber preguntado, de no haber felicitado por un cumpleaños.  No es más que mi ineptitud, mi torpeza, mi inmadurez, mi no saber reaccionar cuando el pasado viene y se sienta en el medio de la sala, y enciende el televisor y me pone de esclava.  Es no saber cómo se puede morir alguien tan bueno, repinga, mientras queda gente tan mala.

Y todavía hay que seguir, lo dice todo el mundo, porque es lo que ellos querrían que hiciéramos.

Supongo, entonces, que hay una costa, en el año dos mil algo, en el litoral norte del municipio Playa, con un olor a sal que se siente en la boca, con un sol que quema y despelleja, con una muchachera feliz, muerta de risa, bañándose en horario de clases, sin idea de qué viene después, y sin que les importe. Supongo que hay una sala, de la casa de alguien, unas botellas de ron en el piso, unos vasos con ron y refresco, unas gentes sentadas a los bordes de unas sillas, unas novias sentadas encima de sus novios, de unos novios que no sobrevivirán mucho tiempo, pero no importa, y una guitarra, y un muchacho de ojos pequeños que casi desaparecen cuando se ríe, que toca en la guitarra una canción de Frank Delgado, y que quizás no lo sepa pero nos cura de algo a todos, y que cuando se ríe así con los ojos que casi le desaparecen, el dolor y la maldad se espantan y salen corriendo, y un día se va a morir ese muchacho, y yo me voy a quedar allí, sentada en aquella sala, o bañándome en aquella costa, porque no me sale de las trompas sentarme aquí a aceptar que no esté.

Yo no, porque yo hoy no sé nada, pero Martí, que sabía de muchas cosas, decía que “se es más cuando se vive entre buenos, se es menos cuando un bueno se nos va.” Hoy somos menos, tremendamente menos.

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